Cuando entré en el Ejército (en el Centro de Instrucción), llegamos allí unas 400 personas.
Nos dividieron en dos naves para dormir y todo eso. Eran naves donde solo había literas y taquillas.
Acababan de eliminar el servicio militar obligatorio. Allí había gente muy chunga. Te sacaban navajas en mitad de la noche, había peleas, gente rompiendo cosas…
Ya desde el primer día eché mucho de menos mi cama, mi habitación. Solo tenía 18 años.
Pronto participé mis primeras maniobras. Tocó dormir en una tienda de campaña compartida con mi binomio (mi “binomio”, compañero, no mi novio, que te veo venir).
Era julio, habíamos caminado todo el día al Sol. Estábamos empapadísimos en sudor, asquerosos, pegajosos y muy apestosos, sobre todo al quitarnos las botas en aquella tienda de campaña que había estado todo el día cerrada expuesta a un calor de 45º.
Olía mal, muy mal, y hacía mucho calor. Casi vomito. Nos dábamos asco el uno al otro, Y había muy poco sitio allí dentro.
Eché mucho de menos dormir en la litera del cuartel.
Otro día, caminando de noche por la montaña, nos dijeron que teníamos que dormir allí mismo. Sin tienda de campaña.
Hicimos cada uno su propio refugio de circunstancias. Con el poncho que llevábamos en la mochila y algunas cuerdas, montábamos una especie de toldo que se suponía que nos resguardaría toda la noche.
Cayó una tormenta de verano de mil pares de cojones.
El poncho se hundía al formarse una bolsa en medio por la lluvia. Yo estaba debajo y aquello me pegaba en la cara.
Aunque hice una pequeña zanja alrededor, sabiendo que iba a llover, cayó tanta agua que la zanja no daba abasto y parecía que estaba tumbado debajo de un chorro de esos que hay en los Spas.
Eché mucho de menos dormir con mi apestoso compañero en la apestosa tienda de campaña.
Pero, espera, aún hay más. En otra ocasión, también caminando de noche por la montaña, decidieron que dormiríamos al raso, a la intemperie, pues solo íbamos a descansar 2 o 3 horas. No llovió, pero cayó tanto rocío que acabé casi igual de empapado que la vez anterior.
Eché mucho de menos el refugio de circunstancias.
Con esta historia lo que quiero hacerte ver es que tienes que valorar lo que tienes, sea lo que sea.
Quizás te quejas por no tener la casa que quieres, pero tienes casa, no como mucha gente. Y ya sé que “mal de muchos, consuelo de tontos”, pero es así.
A lo mejor no te hablas con tus padres por alguna gilipollez. Algún día no estarán. Quizás ya no están y has aprendido a las malas que ya es tarde.
Y ya sé que mis libros, mis artículos y mis vídeos de redes sociales están orientados a lograr más, a obtener todo aquello que deseas, y no a contentarse con lo que tienes. Pero es igual de importante saber valorar eso.
Incluso si avanzas en la vida, y las cosas empiezan a irte realmente bien, debes saber valorar aquello que humildemente tuviste.
Pero a veces, aprender a valorar lo que tienes es casi más difícil que explicarle la teoría de Pitágoras a tu gato, ¿verdad?
Estamos tan ocupados persiguiendo lo que no tenemos, que se nos olvida que ya estamos rodeados de tesoros. Es como buscar las llaves mientras las tienes en la mano.
La verdad es que, si nos detuviéramos un segundo a mirar lo que ya hemos conseguido, nos daríamos cuenta de que somos más ricos de lo que pensamos.
Así que, antes de que sigas soñando con ganar la lotería, mira a tu alrededor y date cuenta de que la verdadera fortuna ya la tienes en casa.